Cuando me preguntan si me gusta el cine, digo que sí. Aunque no todo, por supuesto. Cuando me preguntan si me gusta el cine español, digo que me gusta el cine. Y también el español. Aunque no siempre, por descontado. Otro tanto me pasa con la literatura, con la música, con la pintura y... con el fútbol. Cuando me preguntan si me gusta el fútbol, digo que sí. Cuando me preguntan de qué equipo soy, digo que me gusta el fútbol, no el color de las camisetas. Si se trata del equipo español, digo que me gusta cuando juega al fútbol. O sea, cuando es un equipo. Es decir, en el transcurso de los Mundiales, casi nunca. Otra cosa son mis adhesiones viscerales. O mis simpatías. Dejémoslas de lado, si de fútbol se trata. No soy forofo y, menos aún, fanático. Sin embargo, a veces, me gusta un equipo que pierde o me irrita un prepotente ganador. De ésos que, al final, incluso jugando peor, acaban llevándose el gato al agua. ¿Por qué un gato? ¿Por qué al agua? Sí, ya sé. A los gatos no les gusta el agua. Esos equipos lo hacen para fastidiar al gato y enturbiarnos el agua. Pero volvamos a lo nuestro. Una selección de jugadores, por buenos que sean, no es necesariamente un equipo. Pues bien, en el primer partido del Mundial, la selección española dio la impresión de ser un equipo. Lo era. Lo fue. Duró poco, eso sí. Porque enseguida volvimos a las andadas. El equipo español ha llegado a todos los Mundiales en busca de identidad y ha convertido el césped en campo de pruebas. En esta ocasión, cuando se atisbaba una estructura y un estilo plausible, hemos vuelto, inexplicable, innecesaria e inoportunamente, a los ensayos. Con sinceridad, creo que la quiebra sobrevino cuando, so pretexto de dejar descansar al once inicial y tras algunos delatores retoques frente a Túnez, se desperdició la ocasión de afianzar al equipo en el tercer partido contra Arabia Saudí. Se abrió un paréntesis. Se colgaron las expectativas en el perchero. Se interrumpió la tensión. Se dejaron en suspenso los entusiasmos. Y el partido no aportó nada esencial. Por el contrario. Descorchó la botella de las indecisiones y abrió la lata de las incógnitas que, aparentemente, el primer encuentro ante Ucrania había dilucidado. No fue ésta la única razón del descalabro, pero supuso una pérdida de impulso y confianza a la hora de retomar el relato tan esperanzadoramente comenzado. En soez adecuación con las obsesiones anales de nuestro seleccionador, pensaba dedicarle esta crónica bajo el título de El sexador sexado, pero abrí al buen tuntún una Biblia y encontré otro título más sugerente: Las cenizas de la vaca roja (Ordenanzas sobre los sacrificios 31 23 Hb 913). Ahí se nos habla, más o menos, de una vaca de color rojo y de impecable apariencia cuyas cenizas, tras ser sacrificada en la hoguera, dejan un rastro contaminante de impurezas que el viento, y el olvido, dispersa. Pero su muerte ritual nos exonera de culpa... hasta la próxima vez.
Gonzalo Suárez, escritor y cineasta, recupera el seudónimo de Martín Girard, con el que firmó como periodista en los años 60.
Iba buscando un restaurante en Madrid. Le vi en uno y entré cené de maravilla. El que sabe sabe de casi todo.
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